Ode to Nightingale – Oda a Nightingale

JOHN KEATS

My heart aches, and a drowsy numbness pains
         My sense, as though of hemlock I had drunk,
Or emptied some dull opiate to the drains
         One minute past, and Lethe-wards had sunk:
‘Tis not through envy of thy happy lot,
         But being too happy in thine happiness,—
                That thou, light-winged Dryad of the trees
                        In some melodious plot
         Of beechen green, and shadows numberless,
                Singest of summer in full-throated ease.

O, for a draught of vintage! that hath been
         Cool’d a long age in the deep-delved earth,
Tasting of Flora and the country green,
         Dance, and Provençal song, and sunburnt mirth!
O for a beaker full of the warm South,
         Full of the true, the blushful Hippocrene,
                With beaded bubbles winking at the brim,
                        And purple-stained mouth;
         That I might drink, and leave the world unseen,
                And with thee fade away into the forest dim:

Fade far away, dissolve, and quite forget
         What thou among the leaves hast never known,
The weariness, the fever, and the fret
         Here, where men sit and hear each other groan;
Where palsy shakes a few, sad, last gray hairs,
         Where youth grows pale, and spectre-thin, and dies;
                Where but to think is to be full of sorrow
                        And leaden-eyed despairs,
         Where Beauty cannot keep her lustrous eyes,
                Or new Love pine at them beyond to-morrow.

Away! away! for I will fly to thee,
         Not charioted by Bacchus and his pards,
But on the viewless wings of Poesy,
         Though the dull brain perplexes and retards:
Already with thee! tender is the night,
         And haply the Queen-Moon is on her throne,
                Cluster’d around by all her starry Fays;
                        But here there is no light,
         Save what from heaven is with the breezes blown
                Through verdurous glooms and winding mossy ways.

I cannot see what flowers are at my feet,
         Nor what soft incense hangs upon the boughs,
But, in embalmed darkness, guess each sweet
         Wherewith the seasonable month endows
The grass, the thicket, and the fruit-tree wild;
         White hawthorn, and the pastoral eglantine;
                Fast fading violets cover’d up in leaves;
                        And mid-May’s eldest child,
         The coming musk-rose, full of dewy wine,
                The murmurous haunt of flies on summer eves.

Darkling I listen; and, for many a time
         I have been half in love with easeful Death,
Call’d him soft names in many a mused rhyme,
         To take into the air my quiet breath;
                Now more than ever seems it rich to die,
         To cease upon the midnight with no pain,
                While thou art pouring forth thy soul abroad
                        In such an ecstasy!
         Still wouldst thou sing, and I have ears in vain—
                   To thy high requiem become a sod.

Thou wast not born for death, immortal Bird!
         No hungry generations tread thee down;
The voice I hear this passing night was heard
         In ancient days by emperor and clown:
Perhaps the self-same song that found a path
         Through the sad heart of Ruth, when, sick for home,
                She stood in tears amid the alien corn;
                        The same that oft-times hath
         Charm’d magic casements, opening on the foam
                Of perilous seas, in faery lands forlorn.

Forlorn! the very word is like a bell
         To toll me back from thee to my sole self!
Adieu! the fancy cannot cheat so well
         As she is fam’d to do, deceiving elf.
Adieu! adieu! thy plaintive anthem fades
         Past the near meadows, over the still stream,
                Up the hill-side; and now ‘tis buried deep
                        In the next valley-glades:
         Was it a vision, or a waking dream?
                Fled is that music:—Do I wake or sleep?

Me duele el corazón y un entumecimiento somnoliento duele
Mi sentido, como si hubiese bebido cicuta,
O vació un opiáceo opaco a los drenajes
Un minuto después, y Lethe-wards se había hundido:
No es a través de la envidia de tu lote feliz,
Pero ser demasiado feliz en tu felicidad,—
Que tú, Driade de alas claras de los árboles
En alguna trama melodiosa
De hayas verdes, y sombras sin número,
Canta el verano en plena facilidad.

¡Oh, por un calado de vendimia! que ha sido
refrescante una larga edad en la tierra profundamente ahondada,
Degustación de Flora y el campo verde,
¡Baile, y canción provenzal, y alegría quemada por el sol!
O para un vaso lleno del cálido Sur,
Lleno de lo verdadero, el Hipocrene rubor,
Con burbujas con cuentas guiñando un ojo en el borde,
Y la boca teñida de púrpura;
Para que pueda beber, y dejar el mundo invisible,
Y con tu desvanecimiento en el bosque oscuro:

Desvanecerse lejos, disolver, y bastante olvidar
Lo que tú entre las hojas nunca has sabido,
El cansancio, la fiebre y el traste
Aquí, donde los hombres se sientan y se oyen gemir;
Donde la parálisis sacude algunas, tristes, últimas canas,
Donde la juventud se vuelve pálida, y espectro-delgada, y muere;
Donde más que pensar es estar lleno de dolor
Y desesperaciones con ojos de plomo,
Donde la Belleza no puede mantener sus ojos brillantes,
O un nuevo pino de amor en ellos más allá del día de mañana.

¡Lejos! ¡Lejos! porque voy a volar a usted,
No acariciado por Baco y sus bacantes,
Pero en las alas sin visión de Poesía,
Aunque el cerebro opaco se desconcierta y retarda:
¡Ya conmigo! tierno es la noche,
Y quizá la Reina-Luna está en su trono,
rodeada por todas sus hadas estrellas;
Pero aquí no hay luz,
Salvar lo que del cielo es con las brisas sopladas
A través de verduras y caminos musgosos sinuosos.

No puedo ver lo que las flores están a mis pies,
Ni lo que el incienso suave cuelga sobre las ramas,
Pero, en la oscuridad embalsamada, adivinar cada dulce
Con ello el mes estacional dota
La hierba, el matorral, y el árbol frutal salvaje;
Espino blanco, y la eglantina pastoral;
Violetas con decoloración rápida encubiertas en las hojas;
Y el hijo mayor de mediados de mayo,
La próxima rosa almizcle, llena de vino de rocío,
El embrujo murmurante de moscas en las vísperas de verano.

En la oscuridad escucho; y, en ese lapso, muchas veces
He estado medio enamorado de la muerte fácil,
Llamé a los nombres suaves en muchas rimas reflexionadas,
Para tomar en el aire mi aliento tranquilo;
Ahora más que nunca parece rico morir,
Para cesar en la medianoche sin dolor,
Mientras estás derramando tu alma en el extranjero
¡En un éxtasis!
Todavía cantarías, y yo tengo oídos en vano—
Para que tu alto réquiem se convierta en un sod.

¡No naciste para la muerte, pájaro inmortal!
No hay generaciones hambrientas te pisan;
La voz que escucho esta noche que pasa fue escuchada
En tiempos antiguos por emperador y payaso:
Tal vez la misma canción que encontró un camino
A través del corazón triste de Rut, cuando, enfermo para el hogar,
Ella se puso de pie en lágrimas en medio del maíz alienígena;
Lo mismo que a menudo tiene
Los casos mágicos de encantamientos, abriendo en la espuma
De mares peligrosos, en tierras de moda desamparados.

¡Triste! la misma palabra es como una campana
¡Para devolverme de ti a mi único yo!
¡Adiós! la fantasía no puede engañar tan bien
Como ella tiene fama de hacer, engañar al elfo.
¡Adiós! ¡Adiós! tu himno llano se desvanece
Más allá de los prados cercanos, sobre el arroyo quieto,
Por la ladera de la colina; y ahora ‘tis enterrado profundo
En los próximos claros del valle:
¿Fue una visión o un sueño despierto?
Huyó esa música:—¿Me despierto o duermo?

La Biblioteca de Alejandría, Mitos Vacíos y Logros Oscurecidos

La biblioteca de Alejandría: mitos vacíos y logros ensombrecidos

¿Han oído hablar alguna vez de Eurípides, Sófocles y Esquilo? Si la respuesta es sí, deben saber que el principal responsable de ese conocimiento es la biblioteca de Alejandría. Esta afirmación les puede resultar anecdótica o chocante. Sin embargo, ese es uno de los legados más importantes que la biblioteca ha dejado en herencia a la cultura occidental: el crear las listas de las obras y los autores griegos que hoy consideramos clásicos -la primera lista de éxitos literarios de la historia-. Lo curioso y lo sintomático es lo desconocido de este hecho. Tanto ignoramos de la biblioteca que ni siquiera la llamamos con el nombre que le pusieron sus fundadores: el Μουσεῖον τῆς Ἀλεξανδρείας, el Museo o el Templo de las musas de Alejandría.

Precisamente en Alejandría (unos dos mil años después de la fundación del Museo), nació el poeta Konstantino Kavafis, el autor de Ítaca.  Este poema es algo más que una hermosa pieza lírica: nos enseña que los planes no son importantes porque se puedan cumplir, sino porque nos movilizan, nos dan impulso. Volviendo a nuestra historia, nadie sabe con certeza qué planes tenían los reyes de la dinastía lágida cuando fundaron el Museo. Paradójicamente, de la mayor institución cultural de la antigüedad se han conservado muy pocos documentos sobre su fundación. Ahí empiezan los problemas.

Las fuentes que tenemos son pocas, imprecisas y repartidas desigualmente en el tiempo. Nuestra imagen de lo que fue el Museo ha sido marcada a fuego en nuestra retina -y en nuestro lóbulo frontal- por aquel formidable episodio de la serie Cosmos de Carl Sagan, que si no han visto todavía les recomiendo a ver en YouTube. Conocer los mitos es la condición de posibilidad para liberarnos de sus ataduras de la manera inversa a lo que hacía Ulises: él tuvo que amarrarse al mástil de su barco para no sucumbir a los cantos de las sirenas.

Es necesario echar un ancla de sensatez y sentido crítico que sirva de antídoto al fascinante imaginario que nuestra cultura académica y popular, a propósito de este tema, no cesa de propagar. Mi vocación aquí no es tanto la de un investigador como la de un agitador. Mi objetivo es suscitar el interés por la historia del Museo de Alejandría, la menos colorista, la menos grandiosa (literalmente), la más sorprendente… Ante todo, no crean nada de lo que digo, úsenlo como un acicate para indagar.

Destruyendo el mito de la destrucción.

Cuando un edificio está mal construido y amenaza ruina, la primera tarea que se impone es demolerlo por completo. En el caso de los imaginarios es imposible derribar nada; prueben a decir a alguien que no piense en un plato de comida -en una paella, por ejemplo-: la dichosa paella se resistirá a desaparecer de nuestra mente. A menos que nos esforcemos en colocar a nuestra paella en un contexto nuevo. Imaginemos ahora que comparamos la paella con otro plato, un arroz con bogavante. Sin hacer desaparecer el primer elemento lo integramos en una historia distinta: la confrontación entre dos tipos distintos de guiso con arroz.

Empezaré por el final y por el principio: lo entenderán conforme avancemos. El mito de la biblioteca de Alejandría es muy sugerente y exige alternar las leyendas con lo que sí sabemos con certeza para crear una nueva perspectiva. El tema más recurrente cuando se habla de la biblioteca de Alejandría es su destrucción. Incendios, ejércitos, turbas desatadas… una gran leyenda exige un final a su altura, ¿Alguien se imagina que La guerra de las galaxias (la de 1977) terminara con una negociación entre los rebeldes y el Imperio -con rueda de prensa posterior de Dark Vader y la princesa Leia-?

Quien construye mitos se deja llevar, pero no suele inventar. Simplemente, elige los acontecimientos que cuadran más con el relato legendario, del que es un pasajero más o menos a la deriva. La idea del incendio ha cautivado a los historiadores crédulos que han obviado los evidentes datos que tenían frente a ellos, escondidos a plena luz por el resplandor del fuego. La historia, una de ellas al menos, es muy conocida: en el año 48 a. C., Julio Cesar, encerrado en el gran complejo que formaban el palacio real y el Museo, decidió prender los barcos que lo asediaban desde el inexpugnable muro que daba al mar. El incendio, cuenta Plutarco, se extendió por el puerto hasta unos almacenes y la biblioteca quemando 40 000 libros.

En algunas historias de detectives aparecen personajes o circunstancias que no son lo que parecen, o que son más de una cosa a la vez. Sobre tal artificio se construye la trama y la sorpresa final. El personaje misterioso de nuestra historia es, como no podía ser menos, su principal protagonista: la biblioteca. Y sobre la biblioteca se ha construido un relato, o más bien una serie de relatos que no han hecho más que extender esta saga legendaria.

El modelo de la serie es el que realmente se ajusta al relato mítico de la destrucción de la biblioteca. Y tal como esas series que alargan innecesariamente sus temporadas y quiebran la coherencia narrativa, aquí tenemos varias destrucciones: la ya mencionada de Julio César, la de tiempos de Caracalla, en 215 d. C., otra por parte de Diocleciano en 296 y la ordenada por el Obispo Teófilo en 391. Incluso se añade una destrucción de la época de la conquista musulmana, ¡en 640! Por supuesto, también hay algún spin off y se hace que el asesinato de Hipatia en 415 forme parte de este proceso eterno de destrucción.

Todos estos acontecimientos son ciertos; ya dije que los constructores de leyendas no inventan: lo que hacen es desfigurar los hechos, y la máxima desfiguración es centrar la discusión sobre su destrucción. Esa imagen de hordas rabiosas entrando a sangre y fuego en una biblioteca es demasiado poderosa para no repetirla una y otra vez. Pero para conjurarla ni hay que ponerla encima de un altar, ni hay que tratar de esconderla (porque siempre reaparecería) sino colocarla en la camilla de un quirófano y destriparla. Se impone extirpar el tumor de ese fuego cegador y reconectar los órganos sanos usando el bypass del contexto.

Hay tantas cosas publicadas sobre la destrucción de la biblioteca que se pierde de vista lo que la institución construyó. Por supuesto, los mitos son hidras de mil cabezas y de lo que allí se impulsó, también se han impuesto visiones míticas: el espejismo del millón de libros con el que Carl Sagan nos seducía desde la reconstrucción digital de una improbable sala de lectura, o la ilusión óptica del Museo como un centro de investigación similar a los que conocemos en el siglo XX y XXI. El acelerador de partículas del pasado. Bajo este relato subyace  la tragedia arquetípica del paraíso terrenal, el árbol de la ciencia y la expulsión del Edén.

El impulso político de la fundación del Museo de Alejandría

El Museo no fue un centro de investigación científica de los que hoy conocemos. Tampoco su paulatino deterioro (lo que daña de verdad a una biblioteca no es el fuego sino la falta de recursos) supuso el principio de una era de oscuridad para el saber del mundo occidental. Todo lo contrario, gracias a la labor del Museo hoy conocemos la obra de autores, como los tres autores trágicos que cité al principio, que de otra forma difícilmente hubieran sobrevivido.

Ahora toca ir desde el final al principio. Es conveniente agarrar el bisturí, o la lupa del detective, y ver qué pasaba en Egipto a finales del siglo IV a. C. para entender la naturaleza del Museo. El gran Ajejandro III de Macedonia murió en Babilonia en el año 323 a. C. y sus generales (llamados diádocos/διάδοχοι –sucesores-) se repartieron su imperio (la práctica totalidad del antiguo Imperio Persa más la Grecia continental). Uno de ellos, Ptolomeo, huyó con el cadáver del monarca macedónico (o eso reclamaba) y se fue a Egipto. Lo enterró en la ciudad que fundó el propio Alejandro y tomó posesión de un reino que duró poco menos de trescientos años, del cual Alejandría fue su esplendorosa capital.

Egipto era muy rico y estaba enormemente poblado. Dominar un reino de esas características era complicado. Ni Ptolomeo I (apodado Soter) ni su séquito, griegos en su mayoría, querían fundirse con los egipcios: querían seguir siendo griegos -y vivir todos juntos en Alejandría- y que los egipcios, por su parte, siguieran siendo egipcios y estuvieran mayoritariamente en el campo. Puestas las cosas así, el propio reino se abocaba desde su fundación a la obligación de atraer a población griega que impulsase el funcionamiento de la corte alejandrina: militares, artesanos, comerciantes, burócratas, etc. En esta peculiar división del trabajo los egipcios estaban destinados a ser los agricultores y, algunos pocos, sacerdotes. Pero ¿que tiene que ver esto con la biblioteca?

Los griegos no crecen debajo de las piedras del desierto. Atraer griegos a finales del siglo IV a. C. era una tarea compleja. Con las conquistas de Alejandro Magno, los ciudadanos  de lengua helénica tenían muchos sitios a los que ir: Atenas, Pérgamo, Antioquía, Seleucia, Babilonia, Bactra…; todo el antiguo Imperio Persa, además de las múltiples colonias griegas diseminadas por el mediterráneo. La perspectiva de una situación económica acomodada no era, por sí sola, un reclamo suficiente, ya que había muchas ciudades ricas interesadas por albergarlos, sobre todo por su nivel educativo. Esta es la clave. Para captar griegos había que ofrecer un medioambiente social y cultural que ofreciera lo que tales ciudadanos griegos consideraban como mínimos exigibles: gimnasios, teatros, bibliotecas, ágoras, mercados, etc. Y para retener griegos había que garantizar la reproducción y el mantenimiento de esas condiciones.

Llegados aquí estamos más preparados para entender el contexto en el que surge el Museo. Esto es más importante que enfrascarse en disquisiciones eruditas sobre qué rey lo fundó -el consenso generalizado es que lo hizo Ptolomeo II (Filadelfo, aquí todos tienen mote), pero también hay quien defiende que fue Ptolomeo I (Soter)-. O si el primer director fue el discípulo de Aristóteles, y gobernante de Atenas por 10 años, Demetrio de Falera, o el primer editor de las obras de Homero, Zenódoto de Éfeso, (la mayoría se inclina por el segundo). Lo esencial es que el Museo nació como un instrumento para obtener prestigio y respondía a una necesidad sociopolítica: matener el statu quo del emergente reino helenístico.

La forja del clasicismo

El nacimiento de una criatura explica su existencia, no su persistencia. Lo mismo es aplicable al Μουσεῖον. La institución que, según esta hipótesis que hago mía, se fundó como un cebo para atraer griegos de talento, pronto tomará un rumbo propio, relativamente autónomo. Los sabios del Museo, una vez instalados ahí, se dedicaron, naturalmente, a ejercer sus profesiones: gramática, traducción, edición de textos, geometría, astronomía y medicina. Sus necesidades estaban cubiertas: el rey les pagaba un estipendio, les proporcionaba residencia -dentro de las instancias del Museo- y les eximía de impuestos. Solo había un lado oscuro (siempre lo hay en todo): estaban sometidos a la voluntad y al capricho del monarca. No era lo que hoy conocemos como una institución pública, sino un privilegio concedido, o no, por el rey.

De hecho, una vez que alguien entraba a formar parte del Museo no tenía libertad para abandonarlo. Si se perdía la confianza del rey uno se arriesgaba al destierro, o incluso a la muerte. Este fue el caso de Demetrio de Falera que, por elegir el bando perdedor en la sucesión de Ptolomeo I, sufrió el exilio y, algunos afirman, perdió la vida a mano de los secuaces de su sucesor, Ptolomeo II. Esta situación de encierro generaba, lógicamente, un tipo de relación basado en la agresividad preventiva, la desconfianza y el chisme; algo, por otra parte, muy parecido a lo que sucede en cualquier departamento universitario actual. Algunas fuentes describen a los residentes del Museo como aves cebadas en jaulas de oro que no paraban de pavonearse y cacarearse los unos a los otros.

Este ejercicio de sociología del conocimiento del todo a cien no debe esconder los logros del Museo de Alejandría en sus 550 años de existencia (prácticamente la mitad durante los ptolomeos y la otra mitad bajo los romanos). Al contrario de lo que la leyenda sugiere, no fue en las disciplinas que hoy llamaríamos científicas donde más floreció el Museo (geometría, astronomía, física, etc.), sino en las que tienen que ver con la literatura y el arte. En consonancia con la época histórica a la que nos referimos, el helenismo, se caracterizó por la recopilación y análisis de las obras literarias griegas del pasado, más que por la producción propia. Poco nuevo se creó en Alejandría.

La imagen que inmediatamente asalta la mente cuando se habla del Museo es la de los monasterios medievales. Gente en un ambiente religioso realizando copias y comentarios de obras antiguas. De hecho, Estrabón dice que el rey nombraba a un sacerdote como director de la institución (no sabemos si este sumo sacerdote era también el encargado de la biblioteca aunque hay indicios que apuntan a que podían ser figuras separadas). Para completar la analogía monástica, los sabios de la biblioteca tenían hasta su propia Biblia: la Iliada y la Odisea de Homero.

Muchos de los sabios del Museo se dedicaron a analizar y editar las obras que ahora conocemos como clásicos de la literatura griega. Precisamente, el término clásico tiene origen en una tarea que se desarrolló en el Museo. Calímaco y, después, Aristófanes de Bizancio y Aristarco de Samotracia – dos de los directores de la biblioteca en el siglo II a. C.- se dedicaron a redactar listas de los mejores autores y obras de cada género contenidas en la biblioteca. Los libros se acumulaban y era difícil encontrarlos, con lo que tales listas servían de ayuda para localizarnos y consultarlos. Se llamaban πινακες/pinakes.

Las pinakes (que significa tablas y da origen a nuestra palabra pinacoteca) cobraron una importancia que trascendió a los problemas logísticos de la biblioteca. Se convirtieron en el catálogo de obras y de autores que debían ser tomados como modelo a seguir en su especialidad, en el canon: Homero en poesía, Sófocles en teatro, Herodoto en historia, Euclides en geometría, etc. Los romanos, concretamente Cicerón, llamaron a estas pinakes classici -en el sentido de clasificaciones-. Así es como se originó el concepto de obras clásicas: originalmente, una lista de las mejores obras de la biblioteca de Alejandría.

Esto va a originar un círculo virtuoso (o vicioso, según se mire). El prestigio de la biblioteca demandaba obras prestigiosas, pero, al mismo tiempo, se convertían en prestigiosas por tener el honor de formar parte su fondo documental. Así se produjo el deseo de conservar y copiar dichos títulos, y debido a ello han llegado a nuestros días. El reverso tenebroso radica en que quizá los autores que no formaron parte de las pinakes alejandrinas se vieron condenados irremediablemente al olvido y a la desaparición. Si reflexionamos, ese es el mecanismo de la industria editorial contemporánea: nada nuevo bajo el sol.

¿Cuantos libros hubo? ¿Tiene ese número alguna importancia?

Conservar y difundir la literatura griega de la antigüedad es la consecuencia más importante de la existencia del Museo. Alguien ha calculado cuanto ocuparían todas las obras griegas que se crearon hasta el siglo II a. C., y que han llegado a nuestros días. La respuesta es 377 rollos de 10 000 palabras cada uno. Este dato es el perfecto preámbulo para abordar el asunto del casi millón de libros que supuestamente albergó la biblioteca del Museo. Me permite también señalar que sus libros no eran esos pesados volúmenes que vemos en las películas medievales -los códices de pergamino- sino rollos de papiro.

Han sido bibliotecarios de profesión y expertos en la historia del papiro los que han tenido que traer sensatez a las investigaciones sobre la biblioteca del Museo de Alejandría. Gestionar una biblioteca permite valorar con mejor criterio las dispares fuentes sobre el número libros, que oscilan desde los 50 000 a los 700 000. El primer problema es un problema de concepto. ¿Se refieren esos números a entidades homogéneas? ¿Hablan de obras – concepto intelectual- o de rollos?¿Con que frecuencia un rollo coincidía con una obra? ¿Había obras que que se exendían en más de un rollo? ¿Había rollos con más de una obra?

Las fuentes no parecen ponerse de acuerdo. Me inclino a pensar que probablemente habría dos tipos principales: 1. obras en un rollo (este podría ser el significado del término αμιγεις/amigis); 2. obras en más de un rollo (o συμμιγεις/simmigis). Prevengo al lector que acerca de esta explicación no hay un consenso, los hay que piensan que summigis se refiere a rollos con más de una obra, a misceláneas. Como bibliotecario, tiendo a desconfiar de esta última interpretación.

Un análisis comparativo con las bibliotecas contemporáneas puede dar alguna luz. En cualquier biblioteca es razonable que una obra muy larga exija de más de un tomo, pero en el contexto de la biblioteca del Museo de Alejandría no tendría sentido copiar más de una obra en un mismo rollo. En primer lugar porque al no haber sistemas de fichas se dificulta la localización, y en segundo lugar porque no lo necesitaban. Una institución dependiente de la monarquía más rica de su tiempo no tendría ningún incentivo para ahorrar papiro, que por otra parte crece en abundancia en Egipto.

Vuelvo al número total. Considerando que en la antigüedad, como ya he dicho, no tenían sistemas de fichas o libros de catálogo, una biblioteca, no de 1 000 000, sino de más de 200 000 ejemplares hubiera sido inmanejable; más aún considerando que lo que allí guardaban eran rollos de papiro: se hubiera convertido en un almacén sin ninguna utilidad. Y estoy diciendo 200 000 por prudencia: creo que a partir de 100 000 rollos el problema hubiera sido parecido. Por eso la cifra de entre 55 000 y 70 000 rollos que citan Isidoro de Sevilla o Epifanio de Salamina me parece la más creíble.

Si bien no había fichas, las pinakes permitiríán que usuarios habituales como eran los de el Museose guiaran entre los rollos de papiro. Quizás ese método fue el que inspiró la ordenación de la biblioteca de El nombre de la rosa a Umberto Eco, un sistema meramente orientativo, pero útil para gente con mucho conocimiento de los fondos bibliográficos. Incido en que la biblioteca no era de acceso público, solo los residentes permanentes del Museo podían consultar los rollos.

Prestemos atención al asunto de los 377 rollos de nuevo. Aún considerando que habría más de una copia de una misma obra, lo cual es lógico en un lugar donde la dedicación principal era editar libros y comentarlos, y que los propios comentarios o trabajos de edición ocuparían al menos tanto espacio como las obras originales, nos quedamos muy lejos, no solo de las cifras míticas, sino de las que consideramos razonables. Quizás haya que añadir las obras de autores que no han dejado ningún rastro, y de obras en otros idiomas y de sus traducciones. Ni así se llega al umbral de los 100 000 rollos.

El principal rival del Museo de Alejandría, el Templo de Pérgamo, puede venir a nuestro rescate. Del Templo, al contrario que del Museo, quedan ruinas. Los cálculos basados en los datos arqueológicos estiman que su biblioteca pudo contener 30 000 rollos. De esta manera las cifras de rollos que anteriormente daba como razonables para Alejandría (entre 55 000 y 70 000 volúmenes) concordarían con las fuentes escritas. Y según dichas fuentes, el Museo superaba de manera sensible a su rival de Asia menor.

De cualquier manera, la ausencia de técnicas de catalogación impedía en la práctica calcular las obras o los rollos. Dudo, además, de que alguien en el Museo hubiera tenido el interés de contarlas. El mero ejercicio de aventurar una cifra basado en las fuentes que tenemos es simplemente dejarse llevar por los cantos de sirena del mito: una forma de desviarnos de lo realmente importante. Ni este artículo ha sabido evitar este farragoso asunto. No obstante, como ya he prevenido, es un peaje que hay que satisfacer para revelar su intrascendencia. Y para, por contraste, dar relieve a los auténticos logros de ese lugar único del delta del Nilo.

Conquistas gramaticales

Los Ptolomeos querían libros, todos los libros posibles, pero ante todo querían libros en griego. Decir eso no es lo mismo que decir que querían libros exclusivamente griegos. La civilización helénica tenía muy presente todo lo que debía a Egipto, a Mesopotamia y a Persia. El propio destino práctico del Museo, recopilar todo el conocimiento posible, condujo a obtener libros en otros idiomas: y a traducirlos al griego. Aunque estrictamente no es el primer proyecto de traducción del mundo, si fue el más ambicioso y sistemático de la antigüedad. Eso trajo consecuencias, y voy a explicar por qué.

La explicación tiene que ver con las dinámicas que se generan alrededor de la investigación, ya sea técnica o científica. Cuando se pregunta por la utilidad de la ciencia, los científicos y los filósofos  suelen contestar que el esfuerzo teórico y los aparatos que se construyen para realizar descubrimientos científicos son la condición de posibilidad de descubrimientos en otras áreas de la ciencia y de la tecnología. Así, la necesidad de inventar radares más precisos dio lugar a la tecnología de nuestros microondas. La falta de espacio en las naves espaciales (valga la redundancia) eliminó a las aparatosas válvulas de vacío y facilitó el surgimiento del los circuitos impresos y de los microprocesadores. La ambición de poder comunicarse rápidamente entre Universidades culminó con el correo electrónico y con Internet .

Una metáfora aparece recurrentemente cuando surge este tema: la polinización cruzada. Los científicos de manera similar a las abejas se aprovechan de múltiples campos para realizar con éxito sus tareas y en el mismo movimiento conectan diferentes áreas que se benefician de instrumentales nuevos y de perspectivas teóricas diferentes. La palabra teoría (θεωρειν/teorín) significa contemplar, o más específicamente observar: prestar un tipo de atención especial a lo que se ve. Una ciencia es una manera de mirar a su campo de estudio, «una» manera de contemplar el universo.

Yo traduje artículos del inglés durante una temporada para una publicación y, durante 5 años, traducía por prescripción escolar textos latinos. Al hacerlo me daba cuenta que mi manera de escribir -español- cambiaba por los mecanismos mentales a los que la traducción me sometía. De pronto, empezaba a prestarle atención práctica a cosas como la sintaxis, la concordancia, la coherencia textual que de otra forma hubieran sido solo aburridos conceptos de mis clases de lengua española. El inglés y el latín cambiaron mi forma de ver el castellano.

Cualquier semblanza de la biblioteca de Alejandría hará referencia a la Gramática de Dionisio de Tracia. El libro, con la misma forma que Euclides emplea en sus Elementos de geometría (otro de los clásicos que se redactó en el Museo), describe las partes que estudia la gramática. Seguidamente define de menor a mayor sus elementos: los signos de puntuación, las letras, las sílabas, las palabras y las oraciones.  Y a continuación presenta las partes de la oración: nombre (en griego el adjetivo se llamaba de la misma manera que el nombre, ὄνομα/onoma), verbo, participio, artículo, pronombre, preposición, adverbio y conjunción.

Más de 2000 años después seguimos utilizando los mismos términos. Usamos la misma teoría (la misma forma de observar) para estudiar el lenguaje: tal es la importancia de esta obra. Mi opinión es que esto se pudo lograr por un proceso de polinización cruzada de al menos tres elementos: el modelo de la Geometría de Euclides, la primera ciencia  que  estableció su método y su campo de estudio; las tareas de traducción de textos, hebreos, mesopotámicos y egipcios al griego; y el trabajo de crítica y de edición sobre los textos de la literatura griega, principalmente los homéricos. Geometría, traducción y crítica literaria: los tres elementos que explican el surgimiento de la gramática.

La Gramática, como los Elementos de Euclides, recoge y sistematiza conocimientos previos. De hecho, muchos de sus conceptos aparecen ya definidos en la Poética de Aristóteles. La geometría proporciona un método ordenado y sistemático, que permite ver el objeto lingüístico como un espacio, como un campo acotado. Sobre esos cimientos geométricos se produjo una competencia virtuosa entre los otros dos elementos: 1. la traducción, que, como señalé, al enfrentarse a idiomas distintos, obliga a ver los textos y a escribir en el propio idioma prestando atención a fenómenos que de otra forma pasarían desapercibidos; 2.la crítica y la edición de textos literarios. Crítica viene de cribar: de separar y de atender a las relaciones entre esas cosas que separamos.

De ninguna manera afirmo que hubiera un orden temporal en el que la traducción de textos precediera a la crítica. Solo afirmo que conforme se desarrolló el programa de traducción esto incidió en la sofisticación de la crítica y la edición de textos literarios, lo que facilitó la fundación de la gramática. Acepto que alguien pueda decir que la mera experiencia acumulada de crítica literaria, por sí misma, hubiera desembocado en la gramática. Mi respuesta es que esa evolución suele depender de momentos de ruptura, de cambios radicales en la mirada, que normalmente solo emergen cuando entran en contacto tareas de distinta naturaleza.

En este contexto surge algo en apariencia insignificante: los signos de puntuación (στιγμαί/stigma distinción). Anteriormente los textos eran una larga fila de palabras sin separar (sin distinguir), sin signos de puntuación ni acentos. Se atribuye a Aristófanes de Bizanzio la invención de los signos (el punto, el punto y coma, y la coma) y los acentos (la separación de las palabras parece que es más tardía, de época bizantina). Pues bien, de alguna manera estas distinciones tienen un parecido de familia con el punto de la geometría euclidiana (σημεῖον/semion- signo, de ahí viene nuestra palabra semiótica). A este tipo de relaciones es a lo que me refiero cuando hablo de polinización cruzada.

La traducción dio obras tan importantes como la primera Biblia (βιβλία, libros en griego). En concreto, se tradujo la Torá que coincide con los primeros 5 libros del Antiguo testamento cristiano o Pentateuco. Por su parte, la crítica literaria alejandrina nos ha legado las versiones canónicas de las obras de Homero, la Odisea y la Iliada. Fueron los críticos del Museo los que establecieron que el autor de ambas era el mismo; y la Iliada fue reestructurada (en 24 libros, siguiendo las letras del alfabeto ático) y «depurada» lingüísticamente de sus adiciones por parte de autores posteriores. Hay quien sugiere que el carácter canónico que da a sus textos sagrados el judaísmo (y como consecuencia el cristianismo) se originaría de esta polinización cruzada entre la traducción y la crítica literaria del Museo de Alejandría.

Geometría y medicina: agricultura y religión

Toca volver al mito, a su elemento más atractivo y también al más engañoso. Según este, el Museo de Alejandría habría sido el primer centro de investigación científica y solo la revolución científico-técnica de los siglos XIX, XX y XXI hubiera podido igualarlo. Para añadir confusión, hay ejemplos reales de experimentos revolucionarios que tardarían siglos en ser emulados, como la máquina de Vapor de Herón de Alejandría o la prueba de la esfericidad de la tierra hecha por uno de los bibliotecarios, Eratóstenes de Cirene. Estos experimentos son tan fascinantes como excepcionales.

No hay que negar que hubo ciencia, en el sentido que le damos nosotros a la palabra, solo hay ponerla en relación con el resto de las actividades del Museo. En ese tiempo no había una distinción entre disciplinas como la geografía, la historia, la gramática, la música, por un lado y la geometría, la química y la física: todas esas disciplinas eran ciencia. Además hay que tener claro que las ciencias no tenían entre los griegos un carácter utilitario; no eran experimentales ni aplicadas y eso las diferencia de las ciencias actuales.

La máquina de vapor de Herón, por ejemplo, no daría lugar a una frenética actividad para fabricar en serie tal artefacto. El reino ptolemaico no tenía ningún incentivo para ello, porque era un lugar muy poblado con miles de campesinos y esclavos que realizaban de manera muy barata todo el trabajo necesario. No obstante, alguien puede responder presentando a Arquímedes como ejemplo de ciencia aplicada. Primero, no hay constancia de que estuviera ninguna vez en Alejandría y segundo, la mayoría de sus invenciones tuvieron que ver con el contexto concreto de guerra entre Siracusa -la colonia griega de la isla de Sicilia donde Arquímedes pasó la mayor parte de su vida- y Roma. La ciencia griega tanto la teórica como la práctica (έμπειρία/empiria) fue eminentemente especulativa,

Capítulo aparte merecen los Elementos de Euclides. Ya he dicho que esta obra supone la sistematización de la geometría como ciencia: la primera de la historia. También he aludido a su importancia como paradigma: el modelo que debía seguir una ciencia para ser considerada como tal. Por ello, si tuviera que elegir una sola de todas las obras que se produjeron en el Museo los Elementos sería el candidata indiscutible.

Con Euclides, la geometría volvió de alguna manera a casa. Sus orígenes están en la necesidad de los primeros pueblos agrícolas -los mesopotámicas y los propios egípcios- de medir los terrenos de cultivo después de las inundaciones que los fertilizaban, de ahí el nombre γεώ/geo (tierra) y μέτρια-metría (medida). Por eso surgieron los llamados triángulos sagrados (como los que tienen la combinación de 3 y 4 en los catetos y 5 en la hipotenusa), triángulos rectángulos que se formaban haciendo 12 nudos a igual distancia en una cuerda. Con este sencillo instrumento y una escuadra, los egipcios podían elaborar triángulos 3-4-5 y medir con exactitud las áreas de los terrenos de cultivo, además de construir con precisión pirámides o embarcaciones equilibradas.

Los griegos recogieron esos triángulos sagrados -el 3-4-5 o el 15-20-25 (el llamado triángulo Isiaco o triángulo de Isis)- y desarrollaron la demostración que los explica: el teorema de Pitágoras. Durante siglos, desde Tales de Mileto, los filósofos helenos fueron desarrollando los conceptos geométricos y, esto es lo crucial, planteando demostraciones. Lo que determinaba la verdad de una afirmación no era que hubiera muchos casos empíricos que la corroborasen, sino su demostración sobre el papel -sobre el papiro, de hecho- con el compás, la escuadra y el cartabón. Los Elementos recapitulan 300 años de pensamiento griego: son su epítome y su culmen.

Al día de hoy, la geometría Eucludiana sigue vigente. Los arquitectos diseñan edificios basándose en ella y los ingenieros construyen puentes, carreteras, pantanos y puertos usando rectas, ángulos y planos -tal como se definen en los Elementos-. Aunque no se puede considerar, como nos sugería Carl Sagan, que el Museo fuera un centro de investigaciones científicas como los que tenemos en la actualidad, hay que reconocer la importancia de Euclides -al igual que la de otros sabios alejandrinos- para la ciencia actual. Desmitificar el Museo no impugna sus logros: de hecho, los realza porque los singulariza, los describe y los explica.

De la misma manera, la medicina también está en deuda con el Μουσεῖον. La llamada Escuela de medicina de Alejandría significó una evolución en el conocimiento de la anatomía humana. Una hecho puntual, la decisión de Ptolomeo II Filadelfo de levantar la prohibición de diseccionar cuerpos humanos, abrió un periodo de unos 40 años en el que investigadores como Herófilo y Erasístrato mejoraron nuestro conocimiento del cerebro, del sistema nervioso, del globo ocular y del corazón. Hasta el siglo XVI no se pudo volver a abrir cuerpos humanos para su estudio en occidente: de ahí su importancia y su carácter excepcional.

Aquí se volvió también a casa. La religión egipcia, con su obsesión por la preservación de los cuerpos después de la muerte, proporcionó técnicas -como la trepanación y la momificación- y una actitud proclive a tales métodos de la que estos médicos (más bien fisiólogos) alejandrinos se aprovecharon. El Egipto de los Ptolomeos facilitó el contexto en el que se unió el andamiaje teórico y filosófico que los griegos habían puesto en pie y las experiencias prácticas que le sirvieron de materiales originales de estudio, provenientes en gran parte de Mesopotamia y el propio Egipto. Un fértil viaje de ida y vuelta.

La biblioteca que está y no está

Biblioteca en griego clásico, como en español, tiene dos significados: 1. edificio donde se guardan y se consultan libros, y 2. mueble o estantería en donde se colocan los libros mientras no se usan. Pues bien, esta distinción (o la falta de ella más bien) es el asesino de nuestra historia, el fantasma que se ha empeñado en, como dije más arriba, alargar y enredar la leyenda hasta convertirla en una teleserie. Si se han fijado, en todo este artículo la palabra biblioteca, cuando me refería a la del Museo, siempre aparece entrecomillada y en minúsculas (en contraste con el Museo). Tiene que ver con esa dualidad.

Como ya dije, no han quedado restos arqueológicos del Museo. Eso abrió el abanico de las especulaciones sobre la naturaleza de la biblioteca. Algunos opinaban que era una estancia separada dentro del conjunto del palacio y del Museo, pero las fuentes de la época nunca hicieron referencia a tal edificio o habitación. Por otra parte, los que la situaban dentro del Museo no acertaban a decir donde se localizaba. Por ello se recurrió a los estudios arqueológicos de Templos egipcios, de los cuales las fuentes escritas aseguraban que albergaban una biblioteca. La historia así nos llevó a Tebas, al Mausoleo de Ozymandias -o Ramsés II- : el Rameseum.

El templo, cuya fotografía abre este epígrafe, quedó relativamente bien conservado bajo la arena del desierto. Hay además un relato de un viajero griego, Hecateo de Abdera, que describía el Rameseum, lo cual posibilitaba la comparación con los restos arqueológicos. ¿Y saben qué? La biblioteca a la que se aludía, entendida como una sala separada, no aparecía en las ruinas. Eso obligó a los historiadores a mirar con otros ojos a todas las fuentes escritas que hablan de bibliotecas. La solución es obvia, como lo son muchas una vez que se conocen.

Es probable que cuando Plutarco nos hablaba del incendio de la biblioteca en época de Julio Cesar  se refiriese a cajas con papiro depositadas en los almacenes del puerto. Ninguna fuente contemporánea habló de la destrucción del Museo, ni siquiera Cicerón, amante de los libros y enemigo acérrimo de César. Y no hay señales de que la actividad del Museo cesara o se ralentizara. El misterio de la biblioteca, que parece tener una cualidad cuántica (como el gato de Schrödinger, estar y no estar al mismo tiempo), se desvanece con una trivial distinción. Los que hablaban de bibliotecas se referían a estanterías, a armarios colocados junto a los muros y en los espacios entre las columnas (tal como lo muestra la siguiente ilustración). Las fuentes se referían a βιβλίο/biblio (libro) θήκης/thekes (armarios): βιβλιοθήκης o «cajas» de libros.

El término biblioteca, por extensión, terminó designando al edificio que tenía armarios con libros. Cuando eso se produjo se alcanzaron las condiciones óptimas para malinterpretar los relatos de los historiadores y ver catástrofes bibliotecarias donde solo había accidentes en depósitos portuarios.  No hay que negar que el Museo sufrió destrucciones, como en el siglo III d. C. con los romanos, pero las causas de la decadencia tuvieron más que ver con la falta de interés por financiarlo, lo que a la postre lo puso a merced de los accidentes y, seguramente, de algún incendio.

La biblioteca del Museo de Alejandría: más allá del mito

El fin de este escrito, de manera similar a la Ítaca del poema de Kavafis, era ir más allá de la anécdota sobre la palabra biblioteca. Era el puerto de destino pero no el objetivo. La persecución de su misterio ha sido útil para cuestionar las leyendas y compararlas con todos los logros reales a los que la divulgación científica y los relatos contemporáneos no dedican casi ni tiempo ni espacio. Esos mitos, cuando se observan con algo de detalle y se contextualizan quedan reducidos a meras curiosidades. Sin embargo, el tema de la biblioteca de Alejandría no se agota.

Con el tiempo, la voracidad adquisitiva de los reyes lágidas dejó pequeño el Museo. Empezaron a surgir bibliotecas hijas (así se creo el concepto de filiales) de las cuales la más importante durante los ptolomeos fue la del templo de Serapis: el Serapeo. De esta biblioteca sí han quedado restos arqueológicos, lo que no ha impedido que de nuevo surjan mitos a su alrededor (y que serán contados -o no- en alguna otra ocasión). Es pertinente señalar, no obstante, que esta biblioteca sí estaba destinada al uso del público en general: recuerden lo que decía sobre el Museo como reclamo para seducir a ciudadanos griegos.

Hay que mencionar también que la actividad del Museo, como apunta Estrabón, se basó en las ideas de Aristóteles. La experiencia del Liceo ateniense, fundado por el filósofo de Estagira, en donde la copia y el uso de libros era parte normal de su funcionamiento, guio su trayectoria. La colección de libros que el maestro de Alejandro Magno reunió en vida fue además, si creemos a las crónicas, parte de su primer fondo documental. Los mismos pinakes que, como comenté, se crearon para dar un orden al catálogo reprodujeron las categorías de los saberes y los géneros literarios del filósofo de Estagira. Se construyó un templo con las ideas de la filosofía griega y el Filósofo fue su sumo sacerdote.

En el Museo trabajaron numerosos geómetras, geógrafos, gramáticos y astrónomos, sin los cuales no se comprende nuestro conocimiento científico. Entre ellos incluyo a la famosa Hipatia que, aunque vivió unos cien años después de su cierre, prolongó su obra con la invención del densímetro (para calcular la densidad de los líquidos) y el perfeccionamiento del astrolabio. El Museo duró 550 años pero sigue existiendo en la actualidad. Las obras que allí se copiaron y editaron, al contrario de lo que sugiere el mito de la destrucción, continúan siendo publicadas y leídas. La biblioteca de Alejandría es, como el cuadro de La escuela de Atenas de Rafael que encabeza este artículo, un símbolo. Un símbolo vivo: y por eso nos atrae.


Ítaca

Konstantino Kavafis

Si vas a emprender el viaje hacia Ítaca,
pide que tu camino sea largo,
rico en experiencias, en conocimiento.
A Lestrigones y a Cíclopes,
o al airado Poseidón nunca temas,
no hallarás tales seres en tu ruta
si alto es tu pensamiento y limpia
la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.
A lestrigones ni a cíclopes,
ni al fiero Poseidón hallarás nunca,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no es tu alma quien ante ti los pone.

Pide que tu camino sea largo.
Que numerosas sean las mañanas de verano
en que con placer, felizmente
arribes a bahías nunca vistas;
detente en los emporios de Fenicia
y adquiere hermosas mercancías,
madreperla y coral, y ámbar y ébano,
perfumes deliciosos y diversos,
cuanto puedas invierte en voluptuosos y delicados perfumes,
visita muchas ciudades de Egipto
y con avidez aprende de sus sabios.

Ten siempre a Ítaca en la memoria.
Llegar allí es tu meta.
Mas no apresures el viaje.
Mejor que se extienda largos años;
y en tu vejez arribes a la isla
con cuanto hayas ganado en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.

Ítaca te regaló un hermoso viaje.
Sin ella el camino no hubieras emprendido.
Mas ninguna otra cosa puede darte.

Aunque pobre la encuentres, no te engañará Ítaca.
Rico en saber y en vida, como has vuelto,
comprendes ya que significan las Ítacas.


Bibliografía

No he añadido notas a pie de página ni nada del aparataje que caracteriza a los textos académicos. Sin embargo, quiero hacer mención de la bibliografía que he usado por si alguien está interesado.

Distingo y separo los libros y los recursos sobre la biblioteca de Alejandría del resto de la bibliografía.

Sobre la biblioteca y el Museo

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